De aquellas innumerables noches de borrachera, de tantas que nos marcaron cual un fuego sagrado, hubo una en la que nos visitó Tony MacAlpine.
Estábamos todos reunidos en el cuarto de Jose, cada uno en lo suyo, la lámpara tenue, el olor impregnado del tabaco adolescente en la alfombra, el televisor encendido en Dragon Ball o videos de Angra, Sergio quizás ya dormido, Sanae recostada en la cama con su primo y Jorge y yo al ritmo de Evolution, el álbum de MacAlpine. Entonces lo vimos entrar, no por la puerta como entran los seres humanos, sino por la ventana, como lo harían los espectros y los vampiros. Vino, penetró en la habitación, nos saludó y, al menos en mi caso, me poseyó, hasta el día de hoy.
La sonrisa apenas esbozada de Jorge dejaba entrever lo que yo sospechaba; él también había sido visitado. Y nos mirábamos entre una niebla que se apoderó de la velada, sonrientes, livianos, arrullados por el ritmo de esos instrumentos tan comunes, y sin embargo tan extraños.